viernes, 22 de enero de 2021

Artículos: Mendigos

LOS QUE DUERMEN EN LA HELADA

Juan Soto Ivars. El Confidencial, 13/01/2021

Estos días unos jugaban con la nieve y otros morían en la calle. Podéis dividir a la gente por las infinitas líneas imaginarias de la ideología, la patria, el credo, el género o la raza como una pajarita de papiroflexia, pero cuando el frío pasa sus dedos por nuestros pescuezos no hay más distinción que entre los que tienen casa y los que no. Las estufas apagadas por la subida del precio de la luz que este Gobierno juró que no permitiría son un drama. Que tu única pared sea una manta y un cartón es la auténtica tragedia.

La calle es un pozo negro. Allí solo duerme quien se ha despeñado hasta el fondo. Muchos, en la caída, quedaron enganchados en la rama de la casa de sus padres o la de un amigo y se salvaron, pero los hay que no tienen nada de esto. Los verás doblando una manta en el portal, apilando cartones o tomando el sol en un banco junto al carrito lleno de bolsas. La acera los recibió con la indiferencia con que acoge las cagadas de los pájaros. Como pasa con los anillos de los troncos, puedes contar los meses de calle en el número de arrugas que tienen debajo de los ojos. Desde ahí ya no se puede caer más bajo a no ser que te tires por un puente.

Mucha gente cree que es tabú aquello que no le dejan hacer o decir, pero tabú es por encima de todo lo que está presente, delante de nuestras narices, y no somos capaces de ver. Por ejemplo, los traumas, o la ideología, o la posibilidad de una pandemia hace un año. Y también los mendigos que viven en nuestra ciudad. Están por todas partes y su condición termina camuflándolos. Naipaul dijo que los intocables de la India defecaban en las aceras sin que nadie escribiera sobre ellos, y por aquí también tenemos castas.

Detestamos mirarlos porque encienden el desprecio o el sentimiento de culpa, la compasión o el asco, o todo a la vez. Buscamos explicaciones tranquilizadoras y sencillas, y los cortamos por el patrón del yonquipara creer que eso no podría pasarnos a nosotros, pero no es cierto. Dame cualquier letra del diccionario y te mostraré caminos que llevan a la mendicidad. Por ejemplo, un divorcio, un desahucio o un despido; una discusión, la depresión, el delirio; la dipsomanía o la dependencia; el desprecio, la droga; el dinero, el dolor, hasta el destino.

Pero el terror a terminar como ellos no es el único motivo por el que apartamos la mirada de ellos incluso cuando les hemos dado una moneda. Pienso que lo hacemos porque necesitamos atajos para escapar del efecto que supone su presencia, porque basta verlos para que se tambalee el sistema simbólico de lo que es una ciudad. Los mendigos son como una pieza suelta que encontramos en la mesa justo cuando creíamos que habíamos montado el reloj.

Viven junto a nosotros sin ser vecinos de nadie porque la vecindad es una condición que proporciona el acceso a la vivienda; no participan del comercio, sino que piden dinero; no dan paseos, sino que deambulan; no hacen un descanso, sino que vegetan, y duermen en los portales como el extranjero que se quedó atrapado en la muralla de la ciudad. Habitan en los márgenes y de ahí reciben su condición marginal.

Cuando era un crío, a principios de los noventa, vivía en un pueblo de Murcia y esto significa que no había visto nunca un negro, ni tampoco un mendigo. El primer negro lo vi con 10 o 12 años y me sorprendió que no manchara las cosas que tocaba de pintura como hacía el rey Baltasar. El primer mendigo era un viejo que pedía por la zona de la catedral y al que mi padre nunca le quería dar dinero, porque algo habría hecho.

La impresión infantil crecía después, cuando llegábamos a casa y me metía en la cama, y mucho tiempo después leí la mejor definición del mendigo que se ha hecho en la pintada de una pared que decía “camas para todos”. Supe que el mendigo es una persona sin cama, y no se me ocurre una condición más cruel.

El año pasado murieron en las calles de Barcelona 54 mendigos. En la última ola de frío, que se sepa, han muerto dos.


SONRÍE, NO ERES YO

Andrés  Barba, El País, 02/08/2020

Lo confieso, mi momento favorito de la contrahistoria de la Filosofía es cuando Alejandro Magno, atraído por su fama, se planta frente al filósofo-indigente Diógenes de Sínope, que vive, según la tradición, despojado de todo en un tonel de las calles de Atenas, y le dice: “Pídeme lo que quieras”, a lo que Diógenes contesta: “Apártate, que me estás quitando el sol”. La hermenéutica ha producido, como no podía ser de otra forma, toneladas de crítica sobre cómo esa frase aparentemente banal fue el primer statement situacionista de la historia: la petición, por parte de Diógenes, de que el hombre más poderoso del mundo reconociera abiertamente, con un solo paso, su inferioridad frente él. Pero es incluso más interesante pensar en la secuencia restándole la testosterona. Y es que el mundo de los filósofos cínicos tiene la ventaja de que funciona también desde la estricta literalidad. “Apártate, que me estás quitando el sol” pudo muy bien significar sencillamente eso: “Apártate, que me estás quitando el sol”. Es decir, nada. 

Siempre lo había pensado así, pero nunca lo había entendido hasta que la vida me puso en el camino a un verdadero Diógenes. Sucedió entre los meses de septiembre y octubre del año pasado, en Nueva York. Mi Diógenes se sentaba entre la calle 42 y la Quinta Avenida, en la esquina de Bryant Park, seguramente para almorzar las sobras de los almuerzos de los oficinistas de Midtown. Tenía unos 30 años, barba oscura, un olor a cuadra que abarcaba un radio de dos metros y unos modales extraños, como de pijo de incógnito al que busca su familia. La primera vez que le vi pedía dinero junto a un chucho inquietantemente pulcro y un cartel que me pareció maravilloso: “I am here, you are there” (Yo estoy aquí, tú estás allí). Sentí como si se hubiese materializado una mezcla entre personaje de Alicia en el País de las Maravillas, filósofo presocrático y variación del The Walrus de los Beatles. Le sonreí. No me devolvió la sonrisa. No era de extrañar. Yo estaba aquí, él estaba allí.

Nunca usaba dos veces el mismo cartel y los escribía con una letra bonita, pero demasiado nerviosa como para demostrar esmero. Durante los meses siguientes ir a la Biblioteca Pública tenía el aliciente de ver qué había escrito Diógenes. Me arrepiento profundamente de no haberlos apuntado todos. En mis notas encuentro algunos memorables: “Jesus loves you, I don’t” (Jesús te ama, yo no) y mi favorito: “Smile, you are not me” (Sonríe, no eres yo). Había veces que pedía directamente el menú: “Avocado & tuna sandwich, please” (Un sándwich de aguacate y atún, por favor). Otras manifestaba su buena disposición: “Today small talks allowed” (Hoy se permiten conversaciones triviales), o sus necesidades: “Metrocard” (Bonometro). En ocasiones ni siquiera tenía cartel, solo una mirada de adolescente vago o de loco común que le daba ese aire de violencia latente que siempre tienen los locos de Nueva York, capaces de convertir una escena ordinaria en un delirio en solo unos segundos. Algo me decía que no iba a tardar en desaparecer de la noche a la mañana —como efectivamente ocurrió— y ahora me pregunto qué habrá sido de él en esta pandemia salvaje, en qué agujero estará escondido. No descarto que esté enterrado en la fosa común de la isla de Hart o sentado en alguna esquina junto al mismo chucho, haciendo bromas sobre la fosa común de la isla de Hart. Solo una vez me animé a detenerme frente a él. Había construido una pequeña canasta de papel para que la gente tirara su dinero. Yo hice una bolita con un billete de 10 dólares y probé puntería. No conseguí encestar y sonreí para desquitarme la incomodidad. “Perdiste”, dijo. “Lo sé”, respondí yo. Luego, supongo que como Alejandro Magno al alejarse de Diógenes, me quedé pensando si lo que me había dicho era una banalidad o una sentencia de muerte. 

MENDIGOS

Laura Freixas, 01/01/2021


Se han fijado en cuánta gente pide ­limosna por las calles? El otro día los conté: paseando con una amiga por Sarrià, en una hora se nos acercaron seis. Ya, ya sabemos: la pandemia ha aumen­tado las desigualdades. Si en lo sanitario, la covid se ceba en quienes tienen patologías previas, también su efecto social consiste en atacar a los que ya eran débiles: quienes ­tienen empleos precarios, quienes cargan con el trabajo de cuidados que ya no asumen las escuelas, guarderías o centros de día para mayores...

Lo sabemos, pero quizá no nos afecta. Yo he terminado el 2020 con una sensación agridulce: para mí y los míos ha sido un año aburrido, pesado, pero pacífico..., y sin embargo sé, sabemos, de las tragedias y desastres a nuestro alrededor. Una sensación extraña, que me recuerda ese cuadro de Dalí ( Sueño causado por el vuelo de una abeja... ) en el que una mujer desnuda es atacada por dos tigres, que, sin embargo, no logran tocarla.

Cuando una mendiga o mendigo se me acerca, no sé qué hacer. Si les doy unas monedas, me siento como el niño rico deCorazón de Edmondo de Amicis (que leía de pequeña), con el chófer abriéndole la portezuela, ante la mirada enternecida de su mamá envuelta en pieles en el fondo del lujoso automóvil, para que deposite su óbolo en la mano tendida del niño harapiento que le da las gracias entre lágrimas... Sé que de poco sirve dar limosna, incluso es contraproducente. Pero tampoco puedo encogerme de hombros, justificándome con el mito de la meritocracia. Yo he trabajado mucho, desde luego, para llegar adonde sea que estoy, pero sé que ni yo, ni casi nadie, puede decir eso de “a mí nadie me ha regalado nada”. Me regalaron tener padres, buena salud, no pasar hambre, poder estudiar, no conocer la guerra. Dudo que las y los indigentes puedan decir lo mismo.

Entonces, si a esas personas que creo que merecen ayuda no se la doy, ¿qué hago por ellas? Pues, por ejemplo, y recordando una frase de no sé quién que solía citar mi padre: “Hoy en día, la caridad es política”, voy a aprovechar que tengo una tribuna en un periódico, este, para pedir que se suban los impuestos. La presión fiscal representa en España el 35% del PIB, frente al 40% de la Unión Europea. Paguemos más para tener más servicios sociales; para no pasar la vergüenza que, como sociedad, debería darnos tener pordioseros en las calles.





No hay comentarios:

Publicar un comentario